UN AÑO SIN FERNANDO VALENZUELA: EL TORO QUE CAMBIÓ LA HISTORIA DEL BÉISBOL
Por: Jesús Álvarez | Edición Especial
Los Ángeles / Etchohuaquila, Sonora. – Ha pasado un año desde que el corazón de Fernando Valenzuela dejó de latir, pero su leyenda sigue ardiendo como la noche en que el Dodger Stadium se rindió ante su magia. El 22 de octubre de 2024 marcó el adiós físico del “Toro”, pero también el nacimiento de un símbolo inmortal: el hombre que unió a dos países con una pelota en la mano.
A lo largo de estas semanas, su nombre volvió a recorrer estadios, muros digitales y calles donde aún se cuentan las hazañas de aquel joven de rostro tímido que hizo del screwball un arte. En el primer aniversario de su partida, el béisbol volvió a hablar en idioma Valenzuela.
El niño que salió del monte
Fernando nació en Etchohuaquila, Sonora, un pueblo donde el sol cae con fuerza sobre los campos de cultivo y donde pocos imaginaban que uno de los suyos cambiaría la historia del deporte.
Su talento apareció temprano: un brazo zurdo indescifrable, una calma impropia de su edad y una ética de trabajo que pronto llamó la atención de los cazatalentos.
A finales de los setenta, los Dodgers de Los Ángeles le abrieron la puerta a un sueño que parecía imposible. En 1981, ese sueño se convirtió en fenómeno global.
La “Fernandomanía”: cuando el mundo giró hacia un pitcher mexicano
El año del paro en Grandes Ligas quedó marcado no solo por la huelga, sino por la irrupción de un joven de 20 años que lanzó como si nada lo intimidara.
Ganó sus primeras ocho aperturas, acumuló blanqueadas, ponches y miradas de asombro. Al final de esa temporada, Valenzuela se llevó el Cy Young y el Novato del Año, algo que nadie había hecho antes.
Pero su impacto trascendió los números: llenó estadios, inspiró canciones, portadas y convirtió a miles de familias latinas en nuevas aficionadas al béisbol.
Los Ángeles vivió una fiebre llamada Fernandomanía, una revolución deportiva y cultural que transformó la identidad del equipo angelino.
Un héroe sin pose
A diferencia de muchas estrellas, Valenzuela nunca buscó el reflector.
Su carácter discreto, su sonrisa serena y su respeto por la gente lo convirtieron en un ídolo atípico.
Nunca olvidó sus raíces: regresaba a México, jugaba en invierno, convivía con los niños en los estadios.
Era un ídolo que no hablaba de sí mismo, sino que dejaba que su curva hablara por él.
Los homenajes: un año después
En este 2025, el primer aniversario de su partida fue recordado en ambos lados de la frontera.
En Etchohuaquila, vecinos y excompañeros organizaron una misa al aire libre y colocaron flores junto a un mural con su imagen en el centro del pueblo.
En Los Ángeles, el Dodger Stadium encendió luces azules y proyectó sus mejores momentos en las pantallas gigantes del estadio.
Miles de aficionados portaron camisetas con el número 34 y corearon su nombre entre lágrimas y aplausos.
En redes sociales, la etiqueta #FernandomaníaEterna se convirtió en tendencia. Exjugadores, periodistas y fanáticos recordaron su legado con fotos, anécdotas y mensajes de gratitud.
“Fernando no solo lanzó juegos; lanzó esperanza”, escribió un aficionado mexicano radicado en California.
Más que béisbol: el legado de un símbolo cultural
El paso de Valenzuela por las Grandes Ligas abrió las puertas para cientos de peloteros latinos que hoy pueblan el firmamento de MLB.
Fue embajador sin título, inspiración sin discurso y referente sin ego.
Su influencia se siente todavía en el modo en que los Dodgers abrazan su identidad latina, en los jóvenes que cruzan fronteras con un guante en la mochila y en el orgullo de una generación que aprendió a creer viendo sus juegos por televisión.
Su número 34 fue retirado por los Dodgers en 2023, pero su verdadera eternidad no está colgada en una pared: vive en la memoria de millones que lo vieron voltear al cielo antes de cada lanzamiento.
Epílogo: El Toro no se va
A un año de su partida, la historia de Fernando Valenzuela no termina.
Cada niño que lanza una pelota en el desierto sonorense lleva algo de él.
Cada latino que entra a un estadio de Grandes Ligas y escucha su nombre siente que todavía hay espacio para soñar.
Porque Fernando no solo fue un pitcher: fue un puente.
Y los puentes, cuando están bien construidos, no mueren; permanecen.
